Tlatelolco, la noche en que en México se disparó contra sus jóvenes

El gobierno dijo que los estudiantes dispararon primero. Los archivos y las voces de sobrevivientes demuestran otra cosa: una operación de represión planeada.
Había un silencio raro aquella tarde en la Plaza de las Tres Culturas. Los edificios de Tlatelolco parecían vigilar, como testigos de piedra, mientras helicópteros giraban sobre el cielo nublado del 2 de octubre de 1968. Miles de estudiantes, maestros, vecinos, niños incluso, se habían congregado en un mitin del Consejo Nacional de Huelga. Nadie sospechaba aún que, minutos después, esa plaza se convertiría en un campo de tiro.
A las seis con quince, dos bengalas descendieron desde lo alto, verdes y rojas, como señales de un sacrificio antiguo. Fue la orden. El ejército, ya apostado, cerró accesos, los francotiradores del Batallón Olimpia abrieron fuego desde las azoteas. Y entonces el estruendo: ráfagas, estampidas, cuerpos cayendo sobre los mosaicos prehispánicos. El gobierno federal, bajo el mando de Gustavo Díaz Ordaz, disparó contra sus hijos.
Los orígenes de un grito incómodo
El movimiento estudiantil de 1968 no nació de la nada. Venía incubándose desde julio, cuando una riña menor entre preparatorias terminó reprimida a palos por granaderos. La violencia oficial multiplicó la indignación. Facultades de la UNAM y el Politécnico Nacional en huelga, mítines en plazas, marchas que llenaron Paseo de la Reforma y el Zócalo.
El Consejo Nacional de Huelga coordinaba las protestas. Sus demandas eran simples, casi ingenuas: libertad a presos políticos, desaparición de granaderos, derogación del delito de disolución social. No pedían derrocar al gobierno, pedían lo obvio: democracia mínima, respeto.
Pero México no era París ni Berkeley. Aquí gobernaba un partido único que confundía Estado con patria. Y Díaz Ordaz, hombre rígido, obsesionado con el orden, veía en cada consigna estudiantil una conspiración comunista. El 12 de octubre arrancarían los Juegos Olímpicos en la Ciudad de México; no podía haber huelga, pancartas ni jóvenes gritando contra el régimen frente a los ojos del mundo.
El contexto de un país disciplinado a bayoneta
El llamado milagro mexicano mostraba cifras optimistas: crecimiento, carreteras, presas, urbanización. Pero debajo estaba el otro México: sindicatos sometidos, campesinos en la miseria, una prensa vigilada por la censura y un régimen que administraba la democracia como ficción.
En ese escenario, la juventud universitaria —más informada, con eco internacional— fue incómoda. El gobierno se convenció de que había que cortar de raíz. Y lo hizo a su manera: con tanques, balas y bayonetas.
La noche del 2 de octubre
Testigos recuerdan que primero fueron los helicópteros, luego las bengalas, y después el estruendo metálico. El Batallón Olimpia, disfrazado de civil, empezó a disparar. El ejército respondió como si estuviera en combate: ametralladoras contra una multitud desarmada.
Las escenas fueron impresionantes. Madres cubriendo a sus hijos con el cuerpo, estudiantes cayendo con cuadernos en las manos, gritos pidiendo auxilio desde balcones. El suelo se llenó de zapatos, mochilas, libros de física. Un sobreviviente recordaría años después: “Disparaban hacia las ventanas iluminadas. Había ráfagas que entraban directo a los departamentos. No sólo mataban estudiantes, mataban vecinos.”
Las cifras oficiales hablaron de 20 muertos. Testimonios, documentos desclasificados y periodistas extranjeros coinciden en que fueron más de 300. Nadie sabe con exactitud cuántos quedaron bajo las sombras de esa plaza, porque los cuerpos fueron levantados de madrugada y desaparecidos en camiones militares.
El silencio como estrategia de Estado
El régimen difundió de inmediato su versión: los estudiantes habían disparado primero. La prensa local, mucha de ella, amordazada, repitió el parte. Sólo corresponsales extranjeros —italianos, franceses, estadounidenses— escribieron la verdad: que el Estado había reprimido a su juventud.
Los sobrevivientes fueron detenidos y enviados al Campo Militar Número Uno. Cientos sufrieron torturas. Durante años, hablar del 2 de octubre fue casi imposible: el miedo se impuso casi, como mordaza.
El eco histórico
La matanza de Tlatelolco fue un punto de quiebre. A partir de esa noche, el régimen priista quedó marcado como un Estado autoritario capaz de reprimir para preservar su imagen internacional.
El movimiento estudiantil no consiguió sus demandas inmediatas, pero abrió una grieta en el sistema. Décadas después, esa memoria se convirtió en una bandera de lucha por la democracia y los derechos humanos.
Hoy, más de medio siglo después, cada 2 de octubre la Plaza de las Tres Culturas se llena de flores, pancartas y gritos. Se repite la consigna: “¡2 de octubre no se olvida!”. Y no se olvida, porque en ese eco se recuerda que México alguna vez se vio en el espejo y descubrió que podía matarse a sí mismo.