La noche que Saltillo no olvida: la tragedia del trenazo de Puente Moreno

El 5 de octubre de 1972, la fe de miles de peregrinos que regresaban del Real de Catorce se convirtió en tragedia ferroviaria. Una ciudad entera se unió entre el dolor y la solidaridad. Cuerpos y fuego marcaron la memoria de Saltillo.
Saltillo.- El 5 de octubre de 1972 no es una fecha más en el calendario de Saltillo. Ese jueves, mientras la ciudad dormía, el regreso de la tradicional peregrinación a Real de Catorce se convirtió en un viaje al infierno. Lo que comenzó como una romería devota terminó en un amasijo de hierro y fuego que aún hoy sangra en la memoria colectiva.
El tren de los peregrinos partió con veinte vagones viejos y sobrecargados, jalados por las locomotoras 8405 y 8404. Oficiales de Ferrocarriles Nacionales habían expedido 1,604 boletos. En realidad, más de 2,000 personas viajaban a bordo. Niños acomodados en huecos entre asientos, ancianos de pie en los pasillos, familias enteras apretadas como ganado rumbo al matadero. Nadie lo sabía aún, pero el destino ya había hecho su apuesta.
A las diez y cuarenta de la noche, el convoy empezó a descender la sierra de Carneros. Los peregrinos notaron que el tren iba más rápido de lo normal. Algunos bromeaban, otros rezaban. En la cabina, el maquinista Melchor Sánchez Chavarría descubrió que los frenos no respondían. Ordenó activar la emergencia. Nada. El silbato sonó como una trompeta de guerra anunciando la catástrofe.
La máquina se lanzó cuesta abajo como bestia desbocada. A ciento veinte kilómetros por hora, el monstruo de acero entró en una curva diseñada para sesenta. Eran las 23:07 cuando el convoy se partió contra la tierra. Vagones telescopiados, metal ardiendo, cuerpos triturados. En segundos, la fe se transformó en ceniza.
Virginia de la Cruz, de ocho años, recordaría siempre el momento: “El vagón empezó a culebrear, luego se apagaron las luces y todo quedó en tinieblas”. La oscuridad fue rota por los gritos. Llamas lamiendo ventanas. Mujeres arrastrando niños entre fierros. Hombres rezando con la cara cubierta de sangre. El infierno, a cielo abierto.
Lo que siguió fue una movilización sin precedentes. Estudiantes, campesinos, choferes de taxi, vecinos de rancherías. Hasta reos que ofrecieron su sangre. El gobernador Eulalio Gutiérrez y el alcalde Arturo Berrueto llegaron al lugar, impotentes ante la magnitud de la desgracia. Los hospitales de Saltillo colapsaron. La enfermera Irma Durón recuerda haber trabajado dos días seguidos sin dormir, atendiendo heridos que llegaban en oleadas interminables.
El testigo Rómulo Moreira habló de un “espectáculo dantesco”. Una joven envuelta en llamas saliendo de un vagón. Una niña muerta en brazos de un rescatista. Soldadores que cortaban hierro incandescente para liberar cuerpos atrapados. El aire olía a carne quemada y miedo. La ciudad entera lloraba en silencio.
Las cifras nunca cuadraron. El gobierno reconoció 234 muertos y 1,200 heridos. El sindicato habló de más de mil cadáveres. En el anfiteatro, los restos llegaron en tal estado que hubo que pesarlos como si fueran mercancía: treinta y cinco kilos por persona, cálculo brutal para llenar los registros.
La versión oficial culpó a la tripulación por ebriedad. El fogonero admitió dos tragos de tequila, nada más. Los exámenes, realizados diez horas después, mostraban rastros mínimos de alcohol. La tripulación juraba que los frenos fallaron. Vagones de medio siglo, frágiles, inadecuados para el pasaje humano. Los poderosos hablaron de sabotaje, de luchas sindicales, de intrigas políticas. La verdad quedó enterrada junto a los muertos.
Lo cierto es que la desgracia se volvió un campo de batalla. El director de Ferrocarriles, Víctor Manuel Villaseñor, sostuvo que el descarrilamiento había sido un acto deliberado. Acusó al líder sindical Luis Gómez Zepeda, su rival. El médico del Hospital Ferrocarrilero se negó a certificar que los maquinistas estuvieran borrachos y perdió su cargo. El presidente Echeverría tuvo que intervenir, pero la cloaca ya estaba destapada.
A más de 50 años de distancia, los vecinos de Puente Moreno cuentan la leyenda de que por las noches se oyen lamentos y voces de niños. No es difícil creerlo. Cuando se han juntado tantas almas en un mismo punto, algo queda flotando en el aire. Una cicatriz en la tierra y en la memoria.
Hubo también milagros. El niño Adán, de cuatro años, arrojado por su abuela desde un vagón en llamas, juró que fue rescatado por un anciano con huaraches y bastón. Años después, aseguraba que era San Francisco de Asís. La fe que lo llevó al tren fue la misma que lo sacó de entre los muertos.
El “Trenazo de Puente Moreno” es más que un accidente ferroviario. Es la radiografía de un país hecho de negligencia, corrupción y silencios.
Fuente: El trenazo de Puente Moreno, autor: Francisco J. de la Peña.
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